Una conversación con César Rendueles

Una conversación con César Rendueles

Blog POR Javier Maravall

Conocí a César Rendueles en el Barcelona Pensamiento 2017, el festival de filosofía de la Universidad de Barcelona. Él estaba a cargo de la conferencia de cierre, “Pensar la revolución”. Hacía poco, un amigo me había recomendado leer una entrevista suya, me gustó mucho y fuimos a escucharle. La sala estaba abarrotada. César hablaba como una ametralladora y finalizó con una declaración de principios: “En 2006 una ONG internacional hizo un estudio analizando el índice de desarrollo humano y la huella ecológica de muchos países. Solo uno de ellos arrojaba resultados equilibrados en ambos ítems. Ese país era Cuba”.

Después de la conferencia, había un acto de clausura en un bar cercano. Él se mezcló entre los asistentes y respondió a todas las preguntas con cordialidad. Y no se sorprendió de verse rodeado por un grupo de estudiantes de matemáticas que habían ¡do a un acto sobre la revolución. Con una sonrisa, comentó: “Antes, Exactas era un bastión de la izquierda”. Luego nos hemos ido cruzando en otros espacios de reflexión. Sus intervenciones siempre han sido agudas y profundas. Y él, invariablemente amable y sencillo.

César Rendueles es uno de los pensadores de izquierdas con más proyección en el contexto español contemporáneo. Nació en Gerona, creció en Gijón y es vecino de Madrid desde hace más de 20 años. Empezó su andadura investigadora presentando la tesis doctoral Los límites de las ciencias sociales: una defensa del eclecticismo metodológico de Karl Marx, en la Universidad Complutense. En ella examinaba el legado marxiano desde una perspectiva novedosa, bajo la óptica de la filosofía de las ciencias sociales. Fue miembro del colectivo de intervención cultural Ladinamo, que editaba la revista homónima, y coordinó proyectos culturales durante ocho años en el Círculo de Bellas Artes. Ha pergeñado dos sugerentes antologías de la obra de Karl Marx: una de El capital y la compilación Escritos sobre el materialismo histórico. También ha editado a autores clásicos como Walter Benjamín o Karl Polanyi.

En 2013 publicó Sociofobia: El cambio político en la era de la utopía digital, en que presentaba una lectura crítica de la excesiva confianza en la tecnología digital como sustitutivo de procesos políticos colectivos (actitud a la que llamó ciberfetichismo) y atendía a la fragilización de la sociabilidad que ha instituido el capitalismo y, en particular, el más reciente asalto neoliberal. En 2015 le siguió Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura, una ácida y poderosa narrativa personal del despliegue de la sociedad capitalista a través de obras literarias. En bruto. Una reivindicación del materialismo histórico, donde condensa su comprensión de la tradición materialista en ciencias sociales y defiende la vigencia de esta perspectiva, fue publicado en 2016. Ese mismo año apareció Los bienes comunes. ¿Oportunidad o espejismo?, en diálogo con Joan Subirats. En un plano más académico, ha aportado una interpretación institucionalista de la teoría del valor, en términos de normas sociales.

En estos días de confinamiento encontramos tiempo para cerrar por correo electrónico una conversación pendiente, como una discusión en diferido sobre algunas de las temáticas centrales que han ocupado su atención.

Aunque mantengas con él una relación de interlocución mucho menos dogmática que muchxs de sus lectorxs, has dedicado mucho tiempo a Marx Hace poco, en una convocatoria de un sindicato de vivienda del barrio, se nos acercó un chico y nos preguntó si seguíamos la "doctrina marxista". Cuando le pregunté qué era la doctrina marxista, me contestó con un balbuceo apagado sobre la importancia del “método del materialismo histórico-dialéctico”. Según mi experiencia, esta anécdota es bastante representativa de una cara de aquellos actores que siguen defendiendo hoy, en nuestro contexto, la relevancia política de la obra de Marx: una especie de autómatas que hablan idiolecto soviético, se regocijan en la estética de la épica revolucionaria y no parecen haber leído nunca a Marx. La otra serían círculos academizantes bastante restringidos que parecen empeñados en leer el mundo a través de la teoría del valor. Estas recepciones tan idiosincrásicas parecen oscurecer las problemáticas de hecho más sugerentes del trabajo de Marx: procesos de salarización, teoría de la explotación, fetichismo de la mercancía, acumulación originaria, alienación... Al margen de las esferas académicas y especializadas, ¿cómo imaginas tú hoy un uso pragmático valioso del legado de Marx? ¿Tiene más que ver con las problemáticas que nos señaló que con las soluciones que dio? ¿Con su método?

La noción misma de “marxismo” es bastante extraña, tiene una historia tanto sociológica y política como intelectual. Me refiero a que el marxismo se ha desarrollado peleando a la contra y en condiciones políticas muy complicadas, ha sido un saber de combate y se ha visto involucrado en algunas de las mayores batallas políticas del siglo pasado. Tal vez si no se hubiera producido la revolución soviética, hoy recordaríamos a Marx exclusivamente como un economista político particularmente lúcido de finales del siglo XIX, un poco como nos ocurre con, por ejemplo, Hobson o William Morris. Pienso que deberíamos leer con empatia a los intérpretes de Marx personalmente involucrados en esos acontecimientos tan convulsos. A Rosa Luxemburgo, Gramsci o Lukacs literalmente les iba la vida en decisiones en las que consideraban, equivocadamente o no, que su interpretación de Marx desempeñaba un papel relevante. Lo que es absurdo es pensar que esa vivencia es extrapolable a cualquier contexto, incluido un seminario de lectura de El Capital en una Facultad de Filosofía de una universidad europea. Me parece que no tiene el menor sentido, como señalabas, pensar que es particularmente importante para valorar un movimiento social saber qué postura mantiene respecto a no sé que interpretación del materialismo dialéctico.

«Un marxismo practicable es una tradición teórica con una clara vocación emancipadora»

El academicismo marxista me resulta aún más antipático. Aunque yo diría que cada vez está más difundido un eclecticismo razonable. En las facultades de filosofía y ciencias sociales sigue quedando gente extremadamente dogmática que cree, por ejemplo, que la sociología analítica o las metodologías cuantitativas son el Gran Método del que hablaba Brecht. Y que si alguien -la mayoría de sus colegas, en realidad- no comparte sus convicciones es porque padece algún déficit conceptual que le excluye de iure de la práctica científica respetable. Los marxistas

académicos forman parte de esta banda. Lo peculiar de ellos es que quieren hacer pasar su bibliomanía personal por alguna clase de militancia política. Su disparata vehemencia a la hora de juzgar cualquier interpretación de Marx que no coincida con la suya les excluye prácticamente de las condiciones básicas de discusión racional. Que intenten hacernos pasar una discusión filológica sobre un pasaje de La ideología alemana por alguna clase de estrategia militante con fuertes connotaciones prácticas es sencillamente patético. Recuerdan un poco a esa gente obsesionada con un grupo musical que creen que las letras de Grateful Dead proporcionan respuestas a todos los misterios de la vida, pero en antipático. Para mí, un marxismo practicable es una tradición teórica con una clara vocación emancipadora, una tradición unida por un parecido de familia e interesada, entre otras cosas, en los procesos históricos más persistentes y de largo recorrido, los mecanismos colectivos que explican la desigualdad material, las dimensiones emergentes de los fenómenos sociales agregados, los aspectos ideológicos de la desigualdad, los procesos de solidaridad de grupo... La interpretación cabalística de los textos de Marx ocupa una posición muy secundaria en esa lista. De todas formas, lo de andar estableciendo catálogos de autores marxistas y no marxistas me parece un pasatiempo increíblemente aburrido.

En tu antología de El capital, propones un itinerario de lectura tal vez poco ortodoxo, en el sentido de que privilegia los análisis históricos y da poco protagonismo a la cara especulativa, pero que parece sensato en relación con la proporción de la extensión que el propio Marx dedicó a cada aspecto en el Libro I. ¿Crees que es necesario replantearnos la manera en que leemos El capital?

Creo que deberíamos rebajar un poco el tono de algunas polémicas y aceptar que en cualquier obra hay distintos itinerarios de lectura, y en El capital -que es un ensayo al mismo tiempo excesivo e incompleto- aún más. Los primeros capítulos de El capital, los más especulativos y filosóficos de la obra, probablemente se cuenten entre los textos más sobreinterpretados de la historia junto con algunos pasajes bíblicos y la Constitución de Estados Unidos. Del mismo modo, pienso que la fascinación por los Grundrisse tiene mucho que ver con que parecen más filosóficos y abstractos, pero yo creo que es solo un espejismo relacionado con el vocabulario que usa Marx en lo que no dejan de ser unos cuadernos de notas.

Mi opción de lectura -privilegiar los aspectos históricos- tiene que ver con que, en primer lugar, facilita mucho el diálogo entre distintas disciplinas y con otras tradiciones teóricas. Convertir la argumentación de Marx sobre la teoría laboral del valor en una cuestión innegociable te bloquea completamente el diálogo con muchísima gente a la que le parece inservible. Por el contrario, los capítulos dedicados a la gran industria o a la destrucción de los bienes comunes de las sociedades campesinas se solapan con los trabajos de escuelas de ciencias sociales muy diferentes. En segundo lugar, pienso que los historiadores son los científicos sociales que mejor han usado a Marx y por eso el trabajo de Hobsbawm, E.P. Thompson o Perry Anderson ha tenido un reconocimiento en su comunidad científica incomparablemente mayor que el de otros teóricos marxistas de otros ámbitos.

En tu tesis doctoral realizas una relativización a críticas muy habituales hacia la tradición marxista que pasa por mostrar el modo en que estos problemas son en realidad coyunturales a las ciencias sociales. Esta consciencia de la intemperie epistemológica de las ciencias sociales atraviesa todo tu trabajo y, señalas, tiene importantes consecuencias políticas. ¿Cuáles son esas consecuencias políticas? ¿Tiene consecuencias también para la obra de Marx?

Empecé, como casi todo el mundo que se pone a leer en serio a Marx, tratando de abordar los grandes problemas de su teoría madura: la justificación de la teoría del valor, su relación con la teoría de la explotación, la noción de capital general, el problema de la transformación... En cierto momento me di cuenta de que, si en cien años de polémicas muy encendidas nadie los había resuelto, seguramente era porque no tenían solución. Son enigmas, no problemas. Además, vi que había patrones sistemáticos en los tipos de salidas o pseudosoluciones a esas aporías que se habían planteado: formalistas, filosóficas, históricas... Se me ocurrió un planteamiento alternativo, que consistía en pensar si en otras ciencias sociales pasaba algo parecido, si existían aporías perseverantes y transversales y si estas tenían algo que ver con las que detectamos en la obra de Marx.

«Las ciencias humanas son algo así como la autoconciencia de la modernidad, un poco como la teología en la Edad Media»

Eso me llevó a discusiones muy alejadas del marxismo tradicional, relacionadas con la epistemología y la filosofía de las ciencias sociales. En concreto, me parece que el debate entre individualismo y colectivismo está detrás de la mayor parte de las aporías de El capital. Todos los grandes problemas clásicos de El capital se pueden reducir en parte a una tensión entre individualismo y colectivismo, en la que Marx adopta una posición ambigua. No digo que sea la única manera de interpretarlos, por supuesto, solo que puede hacerse. Lo interesante es que esa es una discusión general perseverante e irresoluble en todas las ciencias sociales desde hace unos 150 años. Es decir, no es un problema específico de la obra de Marx. Está presente incluso en aquellas ramas de las ciencias de la vida relacionadas con el estudio de la conducta animal. Pienso, por ejemplo, en el encendido debate en teoría de la evolución sobre la unidad de selección. Por otro lado, ser consciente de las limitaciones de las ciencias sociales es importante en una sociedad en la que las ciencias sociales están por todas partes y orientan o se espera que orienten la práctica totalidad de nuestras decisiones políticas. Las ciencias humanas son algo así como la autoconciencia de la modernidad, un poco como la teología en la Edad Media.

¿Merece la teoría del valor ser salvada? En una entrevista con Salvador López Arnal señalabas que probablemente hoy es de muy poca utilidad para explicar fenómenos concretos, pero que aporta un marco general que relaciona sucesos aparentemente lejanos, lo cual tiene funciones políticas importantes. Entiendo y reconozco el valor de esa funcionalidad política, pero me pregunto si los círculos marxistas muy teóricos y sus sesgos de clase y raza no han otorgado demasiado terreno a la teoría del valor-trabajo como dispositivo de deslegitimación del capitalismo. Otras fuentes deslegitimadoras, como la colonización o la muy poco politizada resistencia de las clases populares a los procesos de salarización, son muy intuitivas y además permiten abrirse hacia el tejido de solidaridades muy necesarias.

Francamente, no estoy seguro. Creo que hay algo intuitivo e importante en una teoría económica con aspiraciones de exactitud que reconoce la centralidad del trabajo en nuestra subsistencia. Entre otras cosas, de nuevo, porque abre vías de diálogo con la historia, el medioambientalismo, la antropología o incluso la psicología. Pero no tengo claro en qué medida necesitamos formular eso como una teoría estricta o basta con que sea un presupuesto general que orienta distintas estrategias de investigación. Con el paso del tiempo, cada vez me decanto más por esta última posibilidad, pero sospecho que en parte es por puro cansancio.

En un artículo del año 2011, proponías una interpretación extensional de la teoría del valor-trabajo en que el famoso problema de la transformación de los valores en precios aparecía como un “teorema de imposibilidad”, simétrico, en cierto sentido, al dilema del prisionero. Lo valioso de la teoría, entonces, sería no tanto una capacidad de predicción matematizante sino el ser una especie de encarnación conceptual de una tensión intrínseca a la sociedad capitalista: su autocompresión como agregado de individuos en conflicto con su incapacidad de desprenderse de una cierta estructura normativa. En un texto más reciente, profundizabas en esa argumentación interpretando la teoría laboral del valor como una expresión teórica de la paradójica institucionalización de la economía capitalista. ¿En qué consiste esta lectura institucionalista de la teoría del valor-trabajo?

Mi interpretación del problema de la transformación no ha tenido mucha fortuna académica, para qué nos vamos a engañar. No obstante, sigo pensando que señalaba algo importante. La solución matemática del problema que me resulta más interesante es la de Shaikh, que mostró cómo se podían transformar los valores en precios de producción a través de un proceso iterado. Me di cuenta de que había una similitud estructural entre ese planteamiento y las famosas soluciones iteradas al dilema del prisionero. Y es lógico que sea así. Para solucionar el dilema del prisionero -en realidad, para disolverlo, pues no tiene solución- buscamos mecanismos de comunicación implícita, que permitan transmitir propuestas de cooperación fiables a través de la conducta de los jugadores, por eso basta con un programa de ordenador muy sencillo para lograrlo. A través de procesos iterados, de sucesivas partidas del dilema entre los mismos jugadores, se genera esa posibilidad.

La conversión de valores en precios de producción se puede entender como un proceso inverso de descomunicación social a través de la competencia. Posteriormente me planteé qué papel jugaban en todo esto los aspectos institucionales del capitalismo histórico. Al menos desde el periodo de entreguerras el mercado ha estado o bien embridado o bien impulsado por instituciones públicas, es decir, por dispositivos sociales que introducen información adicional del tipo que sea (“el pleno empleo es conveniente”, “la competencia es necesaria”...) en el sistema de precios. Mi idea, bastante especulativa sin duda, es que en los momentos de crisis de acumulación esos dispositivos institucionales nos llevan a una especie de reflexión colectiva tendencialmente cercana a la teoría laboral del valor.

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En bruto, reivindicas el materialismo histórico como una herramienta crítica que nos otorga capacidad de penetración en las dinámicas de una sociedad de mercado estructural mente “atravesada por los espejismos idealistas”. ¿Cómo sería ese uso político de la tradición intelectual materialista? ¿Tiene más que ver con un conjunto de preguntas que con un conjunto de respuestas?

El materialismo histórico no surgió como una doctrina filosófica general, sino como una reivindicación del trabajo científico como fuente de conocimiento con utilidades políticas. Se oponía a esas posiciones que, en cambio, cargan las tintas en la espontaneidad de la subjetividad como motor de transformación histórica. Hay que aclarar que en ciertos momentos esta última perspectiva, cercana a la hermenéutica, también ha sido muy importante para la izquierda política. Eso es lo que explica, por ejemplo, el giro idealista del marxismo del periodo de entreguerras, cuando colapsaron las doctrinas más positivistas que pronosticaban que las fuerzas revolucionarias tendrían éxito en los países más industrializados.

El objetivismo puede inducir una especie de parálisis: no hacemos nada hasta que las condiciones objetivas hayan madurado y cosas así... No es fácil encontrar un equilibrio entre ambas perspectivas. La potencia de cada uno de esos puntos de vista depende un poco del momento histórico y la cultura política dominante. Precisamente creo que en los últimos cuarenta años el materialismo ha cobrado importancia como herramienta crítica a causa de los procesos de remercantilización. La individualización mercantil induce espejismos idealistas: la ideología de los emprendedores, del empoderamiento, etc.

«Solo en contextos extremadamente artificiales, lugares completamente ajenos a nuestra sociabilidad natural, pueden darse los mercados sin ningún tipo de regulación»

Insistes con frecuencia en la distinción entre mercado, que es una institución social casi universal pero que históricamente ha estado relegada a un papel marginal, y sociedad mercantil, que es aquella en que dicha institución ha fagocitado el resto de dimensiones sociales hasta el punto de situarse como el centro de gravedad que determina su reproducción material. Pero, en realidad, la cuestión es todavía más profunda, ¿no? Como señala Polanyi, la mayoría de los mercados históricos funcionaron de manera tan distinta a nuestro concepto de mercado que casi parece cuestionable que se puedan englobar bajo una misma noción. Comercio estatalmente regulado; precios fijos; dinero que sirve para cancelar un pago, pero no para comprar; intercambios rituales... No solo la sociedad mercantil es una exoticidad histórica, sino que los mercados formadores de precios, incluso en ámbitos restringidos de la vida social, son históricamente infrecuentes.

Sí, es muy cierto. Incluso en nuestra sociedad llamamos mercados a realidades bastante distintas. Se calcula, por ejemplo, que entre el 30% y el 50 % del comercio mundial es comercio intrafirma. Una fábrica de tela en Tailandia propiedad de H&M que le vende material a una planta de confección que la empresa tenga, por ejemplo, en Pakistán cuenta como exportación tailandesa pero la verdad es que no es una transacción mercantil convencional porque su precio se fija en Estocolmo, desde la sede de la compañía. Además, existen muchísimas regulaciones implícitas.

Es algo que vemos cotidianamente en nuestro trato con los comerciantes con los que tenemos una relación continuada. Si intentaran sacar provecho de nosotros a cualquier precio se resentiría no solo nuestra relación personal, sino también la comercial. Los mercados en los que, por distintos motivos, no surgen ese tipo de regulaciones tienden a ser muy destructivos. Por eso el turismo tiene efectos tan terribles en las ciudades. El turismo de masas propicia una situación en la que todo el mundo es desconocido para todo el mundo. Lo más probable es que no te vuelvas a cruzar con ese comerciante que te vende una paella congelada a precio de caviar, es por eso que no duda en intentar sacarte todo el dinero que pueda. Solo en contextos extremadamente artificiales, lugares completamente ajenos a nuestra sociabilidad natural, como los mercados financieros o las ciudades turistificadas, pueden darse sistemáticamente estas situaciones.

Cuando leí Sociofobia, en la primera parte tuve la sensación de estar leyendo un texto que abordaba problemáticas que han quedado un poco relegadas tras el 15M, puesto que en su atmósfera aparecía mucho más presente la idea del cambio político a través de la tecnología digital que en las discusiones actuales en los movimientos antagonistas. No obstante, el ciberfetichismo permanece en los consensos ideológicos globales de la sociedad de mercado. En todo caso, parece que se hizo mucho más caso al subtítulo: “El cambio político en la era digital”, que al título: Sociofobia. El ciberfetichismo solo es un largo excurso, un caso particular, una forma concreta de sociofobia, de miedo a la democracia, es decir, un atajo para tratar de afrontar dilemas pragmáticos relacionados con la forma en que queremos vivir que solo pueden dirimirse a través de la deliberación colectiva. En general te has mostrado partidario de una articulación institucionalista de estos mecanismos deliberativos. Pero ¿a qué te refieres exactamente cuando hablas de instituciones en la transformación política? ¿A un caracol zapatista? ¿A algo como el uso estratégico de los mecanismos estatales en la construcción de la autonomía democrática en Bakur? ¿Cómo imaginas un entramado institucional democrático? ¿Tiene que ver con esa idea de Carolina del Olmo de que “no necesitamos tanto nuevos partidos como nuevos sindicatos”?

Es curioso, pero con la crisis del coronavirus la virología se ha convertido en el centro de nuestras vidas y la tecnología digital ha pasado a ser una herramienta para cotillear y descargar series. En realidad, creo que es un enfoque bastante realista. Mi opinión siempre ha sido que la tecnología digital no es tan importante, me he visto obligado a hablar de ella bastante a desgana. La cacharrería digital ni me interesa ni me impresiona más que otros desarrollos tecnológicos o científicos.

Hablar de instituciones es hablar de normas compartidas, donde lo importante es el “compartidas” y qué significado atribuimos a ese compartir. En la izquierda ha habido siempre fascinación con los dispositivos sociales, por así decirlo, “modulares”, que puedes trasladar a distintas situaciones para tratar de generar democracia y libertad de manera viral. Creo que es un error. La atención a las instituciones nos obliga a pensar los procesos sociales implícitos en la implementación exitosa de esos dispositivos. ¿Qué tipo de sociabilidad se requiere para que las normas democráticas fructifiquen? ¿Qué tipo de vínculos sociales necesitamos para conseguir un equilibrio adecuado de igualdad, libertad individual y Estado de Derecho? Los sindicatos son interesantes justamente porque durante mucho tiempo se entendieron así: no solo como organizaciones secundarias con una finalidad utilitaria, sino como espacios de socialización política o, al revés, como herramientas de politización de la cotidianeidad.

La atención a las instituciones nos obliga a pensar los procesos sociales que permiten generar democracia y libertad

La propuesta final de Sociofobia es la “ética del cuidado” como motor de la transformación política. Es decir, el reconocimiento de la fragilidad inherente a la condición humana que nos empuja a cuidarnos entre nosotrxs. Me sorprende que, otorgando tanta importancia al cuidado, haya tan pocas citas a contribuciones feministas, siendo los feminismos probablemente el ámbito teórico donde más se ha pensado el cuidado en nuestro contexto. También me cuesta pensar esta propuesta sin una visión interseccional: tal vez, en

abstracto, la fragilidad intrínseca al ser humano nos hermana, pero lo cierto es que el mundo expone a ciertos cuerpos a niveles de violencia muy distintos que a otros. En ese sentido, limitaciones muy significativas de los movimientos antagonistas en nuestro contexto son el abrumador exceso de blanquitud y clasemedianismo. Para mí, la verdadera politización del cuidarnos pasaría por tener muy presente que no es lo mismo exponerte a una multa que exponerte a un CIE o a una deportación, que no es lo mismo que te descuenten un día de sueldo que no poder hacer huelga porque eres una empleada del hogar interna, etc., y modular nuestras prácticas políticas en consecuencia, es decir, construir solidaridades no paternalistas que prioricen, que cuiden, a las personas que están en el centro de la violencia.

Algunas amigas me señalaron la clamorosa ausencia de autoras feministas desde antes incluso de que se publicara el libro. Tenían toda la razón, claro. Lo que pasa es que no fue un olvido sino una decisión consciente, que sé que es injusta con la tradición teórica y política feminista pero que tiene su explicación. Mi intención era tratar de llegar a gente muy hostil al vocabulario feminista pero que, en mi opinión, podía ser receptiva a sus ideas. El feminismo se ha normalizado mucho en los últimos años pero hace muy poco no era así. Concretamente lo que tenía en mente cuando escribí ese libro fue el momento en el que en la acampada de Sol del 15M alguna gente decidió, entre aplausos de la asamblea, arrancar una pancarta feminista. Aquello me impactó, la verdad. Me parecía que si conseguía encontrar otro tono y otras palabras para explicar algunas tesis que han desarrollado mayoritahamente autoras feministas podía ser escuchado por personas que se cierran en banda cuando empiezas a hablar del patriarcado.

«A veces nuestras intervenciones en la esfera pública tienen un tono muy identitario, están dirigidas a reforzar las ideas de quienes ya piensan como nosotros»

Intento hacer lo mismo con palabras como “socialismo” o “comunismo”, con las que tampoco tengo ningún problema pero que generan muchísimo rechazo. Por eso prefiero hablar de postcapitalismo o igualitarismo y no suelo citar a autores del canon comunista. Yayo Herrero lo explicaba muy bien hace tiempo. Decía algo así como “si comienzo una conferencia declarándome feminista, anticapitalista y ecologista he perdido al 90% del público antes de empezar”. Creo que es una idea importante. A veces nuestras intervenciones en la esfera pública tienen un tono muy identitario, están dirigidas a reforzar las ideas de quienes ya piensan como nosotros. Eso puede tener su utilidad en algunos contextos, pero como estrategia general me parece limitada. Por otro lado, no me acaban de convencer las propuestas de interseccionalidad. Creo que señalan un problema real, que tiene que ver con cómo el elitismo se nos mete bajo la piel y contamina también los movimientos sociales. Pero tengo la sensación de que a veces esas teorías facilitan una mirada un tanto conciliadora sobre la acumulación de opresiones. Un poco como si elaborando un catálogo de sufrimientos pudieras llegar a una fórmula magistral liberadora. Tampoco quiero hacer una caricatura de esas posiciones, que me parecen respetables. Simplemente me parece que tenemos que atrevernos a pensar en la auténtica complejidad del igualitarismo y los conflictos, costes y callejones sin salida que implica.

«Atender a los cuidados no es solo un acto de justicia, sino una herramienta política que nos ayuda a construir mayorías sociales»

Otra temática ligeramente distinta es tu atención al ámbito de los cuidados como espacio de manifestación explosiva de ciertas contradicciones muy profundas de nuestra organización de la reproducción material. De nuevo, parece que solo (ciertos) feminismos y movimientos de trabajadoras del hogar con alta o total presencia migrante otorgan un lugar verdaderamente central a este eje en su proyecto político. ¿Ves algún otro actor político que haya incorporado hondamente el punto de los cuidados, cosa que ha de pasar por la despatriarcalización y descolonización de nuestras prácticas políticas?

Creo que los ecologistas están cada vez más atentos a esos aspectos reproductivos de nuestra vida social. Es más, creo que esa atención a los cuidados está sirviendo al ecologismo para superar algunas de sus limitaciones y encontrar nuevos espacios y mecanismos de movilización. Un ejemplo muy interesante en este sentido son las Escuelas de Calor en Andalucía, que piden la bioclimatización de los centros escolares. Atender a los cuidados no es solo un acto de justicia, sino una herramienta política que nos ayuda a construir mayorías sociales.

«Sospecho que no hemos cambiado tanto en los últimos diez mil años, y me parece que desestimar esa continuidad antropológica tiene efectos muy nocivos»

Te has mostrado muy crítico con la exaltación contemporánea de la vida nómada. Tu propuesta es que la izquierda se reencuentre con su pasado y vuelva a fomentar la construcción de solidaridades amplias y comprometidas que sirvan a la vez de escudo ante las hostilidades de nuestro mundo y de sostén para proyectos políticos alternativos.

No soy nada tradicionalista. Me siento cómodo con la cultura popular contemporánea y soy muy urbanita. No es que añore el pasado, sino que creo que somos bastantes parecidos a como éramos en el pasado. Sospecho que no hemos cambiado tanto en los últimos diez mil años, y me parece que desestimar esa continuidad antropológica, que está ahí, nos guste o no, tiene efectos muy nocivos.

«La idea de “naturaleza humana” nos ayuda a pensar algunas de las reivindicaciones de la izquierda como llamadas de atención sobre aspectos fundamentales para nuestra especie»

Has reivindicado la relevancia política de una cierta “naturaleza humana”, que tendría que ver con la compatibilidad de ciertos modos de organizar la vida con nuestras estructuras antropológicas profundas. También con algo así como pensarnos en continuidad con los primates y aceptar los datos de la sociobiología como materia política significativa. A las personas cuya trayectoria política ha estado muy influida por los transfeminismos, ese recurso a la naturaleza o la antropología como fundamento de lo político nos produce un rechazo casi instintivo. A esto se podría objetar que las estructuras antropológicas a las que aludes son prácticamente invariantes societales (como los horarios laborales de los trabajadores en una fábrica fordista idénticos a los de sociedades de cazadores-recolectores, en Capitalismo canalla), mientras que los regímenes de género y sexualidad exhiben una variabilidad antropológica amplísima. ¿Cómo crees que se ha de articular políticamente la idea de “naturaleza humana”?

Tal vez la idea de “naturaleza humana” ha sido un terreno conceptual tan útil para los opresores porque desde los movimientos emancipadores hemos renunciado a pelear ese concepto. Hay una cita muy conocida de Spinoza que dice: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Creo que es una idea muy potente. Los conservadores usan la idea de “naturaleza humana” para convencernos de que el orden de las cosas es inmutable y debemos resignarnos. Pero se puede ver al revés: la naturaleza no es el espacio de lo sencillo, lo rígido, lo inamovible. A veces ocurre todo lo contrario, el orden social es muy rígido y es nuestra naturaleza la que introduce desorden y variación. Cualquiera que haya criado a un niño pequeño lo sabe.

La idea de naturaleza nos ayuda a pensar algunas de las reivindicaciones de la izquierda como llamadas de atención sobre aspectos fundamentales para nuestra especie. Por ejemplo, somos animales igualitaristas a los que la desigualdad material les produce toda clase de malestares que se expresan en conflictos sociales. Somos animales muy frágiles y de crianza cooperativa, por lo que las familias monoparentales son un entorno social demasiado exiguo para cuidarnos. Somos animales con una gran plasticidad sexual, que vive su realidad reproductiva a través de una gama de posibilidades muy amplia (como ocurre con el lenguaje: a partir de una estructura cognitiva natural común desarrollamos una asombrosa cantidad de posibilidades). “Naturaleza” quiere decir también pensarnos como seres insertos en ecosistemas con rasgos en común perseverantes a lo largo del tiempo.

«Somos animales igualitaristas a los que la desigualdad material les produce toda clase de malestares que se expresan en conflictos sociales»

Has mostrado mucha simpatía hacia los movimientos ecologistas. No obstante, los movimientos ecologistas noratlánticos miran muy poco hacia el Sur global, teniendo así muy poca consciencia de la implicación real de las políticas extractivistas sobre esas comunidades y territorios. ¿Crees que hay algún cambio en ese sentido? Por ejemplo, en el llamamiento y programa de la

Cumbre Social por el Clima y la celebración en su marco de la Minga Indígena se apreciaba un cambio de foco, pero tal vez eso tiene que ver con las personas que participaron en la organización en el contexto en que se dio.

Es difícil decirlo con seguridad, pero creo que ese cambio se está produciendo ya y, espero que no suene muy chauvinista, pienso que nuestro país puede jugar un papel importante en él. Podemos ser una especie de correa de transmisión para que, desde esas posiciones noratlánticas, el Sur deje de ser visto como una fuente de imágenes folclóricas -los indígenas en armonía con la tierra a los que tenemos que proteger, como si fueran osos panda- y empecemos a pensarlo como una fuente de soluciones políticas para los problemas que ha creado el Norte.

En En bruto, a raíz de una cuestionable interpretación de los beneficios del mercado de Steven Pinker, te planteabas la existencia del progreso moral. Me parece que esa idea tiene algunos puntos ciegos. En primer lugar, ¿qué es el progreso moral? Estaría dispuesto a aceptar que hay consolidaciones y avances de planteamientos dentro de una tradición política concreta, aunque sea costoso porque el traspaso generacional en los movimientos sociales es casi nulo. ¿Y qué es un proceso de ilustración? Yo podría considerar lo que llevó al levantamiento zapatista como un “proceso de ilustración”, pero otras personas lo verán como un enorme paso hacia atrás frente al progreso. Así que, ¿cuál es la utilidad política de la idea de progreso moral?

«El Sur ha de dejar de ser visto como una fuente de imágenes folclóricas y hemos de empezar a pensarlo como una fuente de soluciones políticas para los problemas que ha creado el Norte»

El problema de la ¡dea de progreso histórico de Hegel o San Agustín no es que identifique mejoras o retrocesos en distintos ámbitos de nuestra vida compartida: la ciencia, la política, el arte, la moral o lo que sea. El problema es que trata de reconciliar todos esos procesos en una perspectiva general de autodespliegue de la racionalidad. De forma que se nos exige que entendamos las catástrofes históricas como el precio a pagar por el avance de la razón, que tendrá, finalmente, un saldo positivo. En realidad, la relación entre esas distintas dinámicas de avance puede ser, y de hecho a menudo es, contradictoria o conflictiva. Un progreso estético genuino puede ser una catástrofe desde un punto de vista ético, un avance tecnológico puede ser un retroceso infinito desde una perspectiva política. Pero creo que el reconocimiento de esos conflictos no significa que no podamos plantear la existencia de avances relativos, en el sentido de que son así percibidos desde cada uno de esos puntos de vista y no desde una perspectiva general que reconcilie a todos ellos.

«Cuando conseguimos más igualdad y más libertad también entendemos mejor en qué consiste ser libre e igual, lo que nos lleva a nuevas exploraciones para buscar más y mejor igualdad y libertad»

Por supuesto, como señalas, la tesis de que algo en concreto supone un avance moral es polémica, como siempre ocurre en ética: es difícil que lleguemos a consensos absolutos, siempre habrá gente a la que los derechos humanos le parezcan un retroceso. No obstante, frente al relativismo extremo, me parece incuestionable que en ética y en política hay también dinámicas acumulativas, distintas de las científicas, pero no menos reales. La razón es que se dan procesos de autodescubrimiento. Cuando conseguimos más igualdad y más libertad también entendemos mejor en qué consiste ser libre e igual, lo que nos lleva a nuevas exploraciones para buscar más y mejor igualdad y libertad. Creo que ese es un proceso estructurado y direccional, por lo que me parece que no es abusivo hablar de progreso moral.

Por último: interpretas con frecuencia, como muchas otras personas, la obra de Marx como un intento de “ajuste de cuentas” entre la revolución industrial y la Ilustración. Pero me pregunto por la necesidad de seguir aferrándose a la Ilustración, llegados a estas alturas de la Historia. ¿Qué es lo que la hace tan irrenunciable? El deseo de ruptura con la tutela política se puede encontrar en casi cualquier movimiento emancipatorio de cualquier lugar del mundo. ¿Y por qué insistir en un discurso que no tiene en cuenta las condiciones económicas y políticas de sus propias aspiraciones? ¿Por qué no darles la espalda de una vez a los discursos ilustrados y orientar nuestra brújula política hacia los proyectos que surgen en medio de la violencia más cruda generada por aquello a lo que nos oponemos?

La Ilustración fue la primera vez en la historia en la que un proyecto de democratización igualitarista que apostaba por la libre autorrealización alcanzó realmente aspiraciones universalistas. Creo que proporciona una especie de mito fundacional, como la democracia ateniense antes, para los movimientos de emancipación de todo el mundo. Es verdad que no hay que sobredimensionar los mitos, cumplen una función simbólica que puede ser útil en cierto momento, pero nada más. Así que es absurdo, es verdad, convertir la Ilustración en una bandera identitaria o algo así. De hecho, la fuerza de su relato se basa en su carácter expansivo. Ilustración es Voltaire, pero también Toussaint Louverture.

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Los tiempos sí cambiaron

Blog POR Pepe Ribas. Mayo de 2021.

Por fin una exposición del underground y de la contracultura de los años 70 en Catalunya. Fueron unos años de creatividad desbordante, sin cánones impuestos, vividos al margen de prebendas, partidos e instituciones. Las incoherencias del régimen franquista en su decadencia, la persecución centrada en los partidos políticos marxistas e independentistas, y la distancia geográfica que nos alejaba del centro neurálgico del poder, posibilitaron unas grietas por las que se coló una parte de la juventud inquieta y conectada con las corrientes contraculturales que llegaban de fuera.

Rosal en Taita

Rosal en Taita

Blog POR Antonio Otero García-Tornel

Jaime Rosal era un tipo raro. Traducía a los franceses de la Ilustración (una gauche divine más bien olvidada), decía lo que pensaba y fumaba en pipa con delectación.

Underground: Barcelona contraataca

Underground: Barcelona contraataca

Blog POR Miquel Molina

El Palau Robert prepara una exposición que reivindica la contracultura de los setenta.