Rosal en Taita

Rosal en Taita

Blog POR Antonio Otero García-Tornel

Jaime Rosal era un tipo raro. Traducía a los franceses de la Ilustración (una gauche divine más bien olvidada), decía lo que pensaba y fumaba en pipa con delectación. Tenía algo de personaje dieciochesco, de hecho tuvo problemas de fístula como Luis XIV. Publicó “Las cartas a un mayordomo” de Casanova, el mujeriego que suelta sin empacho: “Cada cual tiene sus principios y sus pasiones y la mía ha sido siempre la venganza”. (La falta de una Ilustración es lo que hace, según otro Jaime (Gil) que seamos gente más bien arcaica.) La verdad es que era fácil imaginarse a este señor, que vivía en una casa de Corsá construida a mediados del XVIII y nos quería civilizar, con casaca, chaleco y calzón.

El historial de Jaime es bastante amplio: novelas, cuentos, colaboraciones en revistas como Playboy y Star, dirección de CD Compact, especializada en música clásica... Nos arrojó, por ejemplo, “Una noche en las Vegas”, novela coral por la que circulaban gamberros, guiños culturales, trepas, bobos recomendados, ejercicios espirituales y tajadas monumentales de ginebra Gordon’s... Un libro evocador pero en absoluto nostálgico, sátira más bien sobre una Barcelona que ya no existe: la del alcalde Porcioles y Pertegaz, ambos inefables. La de Marta de Moragas para quien la organización de eventos sociales (benéficos o no) se convirtió en razón de ser. Los adictivos “suizos” (chocolate a la laza con nata) y el coqueteo en Balmoral… Los estudiantes de Derecho que iban a clase de mala gana, se aburrían mucho y nunca se imaginaron pleiteando…

Todo giraba en torno a una puesta de largo, celebración de entrada en la mayoría de edad de muchachas en que se ponían emocionadas su primer vestido de etiqueta, blanco y talar. Un ropaje que obligaba a moderar los gestos y a andar como reina absolutista. El primer baile estaba reservado al padre y a la estrella de la noche. El evento aparecía reseñado luego en la revista ¡Hola! con una foto conmovedora de petimetres, de pie o en cuclillas que sonreían. Era tipo de fiesta en la que, ahora, algunos antiguos asistentes niegan tres veces haber estado. El autor de la novela extrae de ella todo lo irrisorio. Habla de la “pesca del marido” que puede parecer ridícula pero que como dice Pascal Bruckner persiste en este siglo XXI tanto como en el XIX: “Más que nunca el poder y la fortuna erotizan, el cuento de hadas está muy cerca de la cuenta bancaria”.

Jaime Rosal vapulea ese mundo con sorna y buen ritmo, entrelazando accidentes, cenas de gala, una cursilería de Hervé Villard, el Sándor donde se reunían “vermutantes”. Nos hace recordar bebidas que ya trasegamos pocos, como el Campari, la gran urbe que “en muchos aspectos no distaba de semejarse a cualquier tediosa capital de provincias, a pesar de un supuesto aire internacional propiciado por el turismo y una pujante industria que permitía que sus ciudadanos viajasen –aunque fuera a Perpignan o Andorra- y conocieran otras costumbres bien diferentes a las ese sórdido corral nacional en que la mayoría de españoles, cual ávidas gallinas, andaba al copo del tierno gusanillo del chollo o el sabroso grano de maíz del enchufe”. El tono tiene algo de película de Berlanga. No falta un recitador de García Lorca y un socialista “utópico, eso sí”. A Tom Sharpe no le habría disgustado.

Aparece una prostituta llamada Montse. En aquella época, nada feminista, había muchas menos que ahora y no anunciaban por todas partes y profusamente sus prestaciones. El servicio doméstico (esto no lo aborda Rosal) corría mucho peligro, tanto como, según Vargas Llosa cuenta en el artículo “Derecho de pernada”, lo corría en Perú y lo debe seguir corriendo. Víctor Hugo lo practicaba mucho en otro siglo, aunque tenía el detalle de dar a cambio un estipendio. Caballero Bonald cuenta que acosaba a una criada “de manera desmañada”, y ella “se resistía a medias”. Faltaba mucho para que se iniciara el movimiento Me Too

Más adelante, este fugitivo de la Facultad de Económicas, publicó “Gudule en Taita”, un título bueno que recordaba otros, como “Ifigenia en Táuride” o “Ariadna en Naxos”, (Rafael Porlan escribió unos ensayos filosóficos con el título de “Pirrón en Tarfía”). La editó Sd edicions (dirigida heroicamente por María Luisa Samaranch) y el comienzo es notable: “Entubado, casi cadáver en su lecho de dolor, más bien sarcófago, forrado de opiáceos hasta las pestañas…”. Rosal seguía mirando hacia atrás con guasa.

El libro también lo protagonizan jóvenes, esa especie que ahora nos parece a algunos tan exótica. en los estertores del franquismo. Relata con frases largas y secciones cortas las aventuras de un grupo, “Los Desairados”, que abreva en el bar Taita, sus ansias de publicar libros y de manosear lascivamente en apartamentos prestados, aprovechando que los padres no están. Se rebelaban contra el Régimen, lejos de las porras en ristre de la autoridad competente y El libro Rojo de Mao, ignorándolo, y pecando al máximo contra varios mandamientos importantes.

Emerge un Matamala plagiario y una Carlota que plagia a Matamala. Chicas que van al lavabo de dos en dos como Merche y Juani (muy representativas de un tipo de asalariada muy buscada por machos de la burguesía en agónico celibato, hartos de la mojigatería circundante): hacen pensar en el segundo episodio de “Tiempo de amor”, buena película de Julio Diamante… Y Gudule, la extranjera, “belga como Tintín”, con nombre de patrona de Bruselas, separada de un medievalista impotente, que le parecía fea a Pablo hasta que “se quitó las gafas y se soltó las horquillas del moñete”. No deja de referirse la competencia de porteños que en esa época ligaban “a base de astrología de granel y sapo cancionero”. Se alude a bodas frustradas in extremis con las invitaciones enviadas, porros insatisfactorios…

Yo diría que a ese don Jaime de melena Celibidache le divertía mucho escribir sobre la era de los discos de vinilo, la ampliación de horizontes culturales viendo Garganta profunda en la capital del Rosellón, la autovía de Castelldefels rumbo al “museo de los horrores” de Pachá y la calle Dos de mayo, los reventones, las máquinas del millón, de balas perdidas que vivían a espaldas de López Rodó y el cejijunto PC, de casquivanas y eyaculación precoz, inoportunas fajitas, el aplastante triunfo literario de “los indios”, todo al son de la excelente música de la Tamla Motown. Sus personajes quieren espacio propio, no desean acabar con el capitalismo sino un cambio de estilo y que no les toquen las narices. Pablo consigue finalmente copular con Gúdula en Sitges, justo cuando muere el dictador. Uno no imagina que la colocación de la pesada lápida en el Valle de los Caídos emocionara a los “desairados”: tal vez en plena partida de póker… Sí contemplarían después con estupor como todo el mundo se proclamaba antifranquista, el socialismo se convertía en una ideología de buen tono, los antiguos activistas clandestinos buscaban una recompensa por su esfuerzo, susurrando qué hay de lo mío……

Para rematar esta historia de manera gloriosa nos cuenta que el dueño del famoso bar, punto de encuentro de snobs simpáticos y hedonistas que no imaginaban que el encantador matrimonio Ceaucescu iba a morir fusilado tras un juicio de pega, el auge de la cocina molecular y que Vargas Llosa ganaría el Premio Nobel, se compró una finca en la provincia de Lérida bautizada como “La Ponderosa”, convirtiéndose en un Ben Cartwright que elaboraba butifarras tradicionales muy dignas de elogio…

Al Jaime Rosal de la democracia no le preocupaba qué bando político era el más fuerte, le importaba un carajo que sus opiniones en las redes sociales no fueran bien recibidas por algunos de sus seguidores más obtusos. Repartía estopa sin parar. Su mujer, Birgitta Sandberg, se mostraba indulgente ante la extravagancia de a ir a misa los domingos... Tuvo la gentileza de dedicarme uno de los relatos de su último libro “Ruido de sables”, que publicó la editorial Laertes. Su corazón finalmente se cansó, poco antes de la aparición del coronavirus. Le echamos de menos.

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